Miguel Ángel Quintanilla Fisac
Catedrático de Lógica y Filosofía de la CienciaSi el papa quiere evangelizar el mundo, a mí me parece bien. Pero no entiendo la forma como él parece entender su misión. El espectáculo de estos días en Madrid es bochornoso. Miles de jóvenes y no tan jóvenes alardeando de papismo militante, mezclado con exhibiciones místico religiosas semejantes a las de los fans de un club de fútbol cuando celebran una victoria, aunque más ruidosos, numerosos y costosos para el resto de los ciudadanos, que no tenemos más remedio que asistir impasibles al espectáculo que con nuestros impuestos contribuimos a pagar.
Si de evangelizar se trata, uno echa en falta algún gesto dedicado a paliar el hambre de Somalia, a defender a los humildes o a reivindicar la dignidad de los oprimidos, por ejemplo los homosexuales. O quizá también algún gesto expulsando del templo, a latigazos, a los especuladores que arruinan a países enteros. En lugar de ello, Benedicto XVI ha reclamado la vigencia imperturbable de ideas, sentimientos y valores –eso que él suele llamar la cristiandad– que durante siglos han conducido a la humanidad hacia la guerra, el odio y la autodestrucción. Pero sobre todo, ha estado sublime cuando ha proclamado, él que se cree representante de Dios en la Tierra, que muchos laicistas (así llama a los ateos) se consideran dioses con capacidad para tomar decisiones sobre la vida y la muerte.
Hay, sin embargo, algún matiz original en los discursos del papa en esta nueva jornada de Madrid. No sólo ha defendido, como suele, el derecho de los católicos a expresar públicamente sus convicciones y a exigir respeto a los demás, sino que también ha reconocido la necesidad de que todo el mundo (incluidos los católicos) respete a los que no piensan como ellos.
Pues tiene una buena ocasión para dar ejemplo: que pida disculpas públicamente por los inconvenientes que su presencia ha generado a los españoles que no tienen ningún interés por el catolicismo. Y, sobre todo, que pida perdón a los ciudadanos que se vieron perseguidos, insultados y agredidos por manifestarse pacíficamente en la Puerta del Sol en contra de su visita y en favor del laicismo. Si así lo hiciera, propongo que también los laicos, por esta vez, le perdonáramos simbólicamente la exhibición de prepotencia con la que nos está abrumando.
Si de evangelizar se trata, uno echa en falta algún gesto dedicado a paliar el hambre de Somalia, a defender a los humildes o a reivindicar la dignidad de los oprimidos, por ejemplo los homosexuales. O quizá también algún gesto expulsando del templo, a latigazos, a los especuladores que arruinan a países enteros. En lugar de ello, Benedicto XVI ha reclamado la vigencia imperturbable de ideas, sentimientos y valores –eso que él suele llamar la cristiandad– que durante siglos han conducido a la humanidad hacia la guerra, el odio y la autodestrucción. Pero sobre todo, ha estado sublime cuando ha proclamado, él que se cree representante de Dios en la Tierra, que muchos laicistas (así llama a los ateos) se consideran dioses con capacidad para tomar decisiones sobre la vida y la muerte.
Hay, sin embargo, algún matiz original en los discursos del papa en esta nueva jornada de Madrid. No sólo ha defendido, como suele, el derecho de los católicos a expresar públicamente sus convicciones y a exigir respeto a los demás, sino que también ha reconocido la necesidad de que todo el mundo (incluidos los católicos) respete a los que no piensan como ellos.
Pues tiene una buena ocasión para dar ejemplo: que pida disculpas públicamente por los inconvenientes que su presencia ha generado a los españoles que no tienen ningún interés por el catolicismo. Y, sobre todo, que pida perdón a los ciudadanos que se vieron perseguidos, insultados y agredidos por manifestarse pacíficamente en la Puerta del Sol en contra de su visita y en favor del laicismo. Si así lo hiciera, propongo que también los laicos, por esta vez, le perdonáramos simbólicamente la exhibición de prepotencia con la que nos está abrumando.