Por cierta confusión interesada, llamamos “Casa Real” a una familia y nombramos a esas personas por su poco humilde morada; con “la Zarzuela” o “la Corona”, como exculpatorias metáforas. Así, cuando aparece una oveja negra en el palacio, siempre hay algún pelota dispuesto a argumentar aquello de “no confundir a la institución con las personas”. Como si fuese posible diferenciar ambas cosas; como si no fuese la monarquía una institución basada, precisamente, en las personas: en que hay una familia con más derechos que las demás.
A medida que avanza el caso Urdangarin, queda claro que no es sólo un escándalo privado de un señor más, de los que no está libre familia alguna. Hay tres razones por las que la responsabilidad alcanza a la propia Casa Real: a la institución o, sin eufemismos, al rey de España. La primera: que el yerno jeta de esta historia aprovechó durante años el nombre y la tarjeta de visita que le proporcionaba la Casa Real para hacer negocios “poco ejemplares” sin que los controles que debería tener la jefatura de un Estado democrático detectasen el mal olor. La segunda: que su esposa, la infanta Cristina, séptima en la línea de sucesión, era vocal del Instituto Nóos y copropietaria de una de las empresas que hoy investiga el juzgado. Es difícil de creer que no puedas ver el Jaguar de la Gürtel en tu garaje –como nos contó Ana Mato a cuenta de su marido–, pero ¿cómo no ver un palacete de varios millones de euros en el mejor barrio de Barcelona? Y la tercera: que cuando el escándalo se hizo evidente en la Zarzuela, la solución tomada fue mandar a la pareja al exilio de Washington, para que el asunto se olvidase con el tiempo y la distancia.
Mi duda: si el rey lo sabía hace casi cinco años, ¿no debería haberlo denunciado?
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